miércoles, 2 de octubre de 2013

Poder, Secreto y seducción

Hace poco más de un año tuve la oportunidad de investigar sobre un tema que me apasionó. A lo largo de la historia el poder se ha configurado como uno de los rasgos más codiciados por la naturaleza humana, bien por la atracción que desprende bien por su especial erotismo. Estudios psicológicos han hecho hincapié, por ejemplo, en la progresiva alteración que exhibe la conducta de los mandatarios en el desempeño de sus cargos.

Más allá de esta dimensión afrodisiaca y estereotipada existen casos de particular interés. Uno de ellos es el presente en el campo de la Diplomacia y las Relaciones Internacionales durante el reinado de Felipe II, en la segunda mitad del siglo XVI. Este príncipe cristiano que asentó su corte en Madrid hacia 1561 gobernó, con puño de hierro y guante de seda, un territorio comprendido entre las islas Filipinas y la actual Italia, con un total aproximado de cuarenta millones de súbditos.

Esta vasta extensión acogió en su seno un mosaico de reinos que, como patrimonio real y bajo la unidad de la conocida como Monarquía Universal Católica, marcó la política internacional y europea durante las siguientes décadas. Desde la corte madrileña el soberano ocupó una posición preeminente, como centro de una poderosa maquinaria burocrática de consejos y juntas que proyectó una colosal administración en el territorio.

En paralelo a este edificio administrativo interno existió otro externo. La administración exterior, instituida para el mantenimiento de relaciones con otros príncipes de la Cristiandad, desplegó un andamiaje de representación más allá de las fronteras de la Monarquía que situó a embajadores y secretarios de embajada como cabezas de fila. Estos pronto se consolidaron como ariete y alter ego de la voluntad real en tierras extranjeras, aportando un matiz de universalidad al poder de su representado.

Como vemos la estructura externa e interna se movió dentro de un marco tangible de poder. Fue en este entorno donde los tratadistas políticos empezaron a hacer alusiones a términos como el Secreto o acuñar términos como Razón de Estado; este último lo dejaremos para otra ocasión. El Secreto fue el oficio de espionaje o lo que actualmente está ligado al trabajo desempeñado por los servicios secretos de nuestros Estados de Derecho, salvando las distancias.

Si embajadores y secretarios fueron adalides de la acción exterior, debemos detenernos especialmente en estos últimos. Su extensa permanencia en el cargo y sus amplias atribuciones los colocaron al frente de una tercera estructura de poder no tangible. Los secretarios se encargaron de crear, financiar y ampliar redes de espionaje por todo el continente desde la corte más suntuosa hasta el más sucio de los callejones, siempre y cuando existiera información valiosa.

Así las cosas dichas redes estuvieron engrosadas por agentes, enlaces y confidentes. Todos ellos coordinados por los secretarios desde las embajadas, mientras estos lo fueron a su vez por el Secretario Real, mano derecha del rey y auténtico cerebro gris de este tupido tejido. Sus funciones: recabar información para anticiparse a los movimientos de sus oponentes, conocer sus puntos débiles, golpear con contundencia y determinación en los momentos precisos, así como descabezar o desmantelar cualquier hostilidad que se fraguara en el seno de la organización real.

Pero en ningún caso debemos pensar que todos ellos se plegaron a una rígida disciplina, puesto que el mantenimiento de sus actuaciones derivó en elevados costes y sacrificios para la hacienda real; tampoco debemos pensar que, a pesar de estas sumas, mantuvieron su lealtad, ya que estaban a la expectativa de percibir sumas más apetitosas de otros oponentes.

¿Qué tiene que ver toda esta radiografía del poder filipino con la seducción? Sencillo. Como se ha venido avanzando las cortes europeas fueron durante la segunda mitad del siglo XVI auténticos epicentros de autoridad, desde donde las facciones pugnaron por ocupar las altas instancias del organigrama de autoridad. En este contexto cuando un nuevo embajador llegaba a la corte debía tener en sus manos un amplio y detallado informe sobre las facciones nobiliarias, los personajes más ilustres y los agentes sobre el terreno. Con ello el cumplimiento de la voluntad de su rey resultó más fácil de abordar.

Su campo de acción no se limitó al concurrido ambiente cortesano puesto que los embajadores solicitaban audiencias privadas con el soberano extranjero. De esta manera los designios de amplias entidades de poder quedaban en manos de una conversación entre dos personas en las que mucho tuvo que ver la seducción, al menos la política. El objetivo de cada una de las partes era obtener de su interlocutor el mayor número de concesiones o prebendas, ya que si el embajador había recibido información previa sobre el comportamiento, las preferencias y preocupaciones del príncipe su labor resultaba más eficiente. Al contar con este conocimiento hostigar al soberano era más sencillo, pues se le decía lo que quería oír y se le agasajaba con toda suerte de cumplidos.

Este forma de proceder constituyó, a mi modo de ver, un auténtico medio de seducción. Aunque con un matiz más político que sentimental, guiado este último por la espontaneidad y por la conquista de la persona en sí misma, sin llegar a percibir sus intereses igualmente. La situación hipotética sería la siguiente: imaginad una estancia empedrada y decorada con ricos tapices en la que dos personas, de gran autoridad, se desnudan dialécticamente para rebajarse o defender hasta el sinsentido argumentos inefables; o al contrario.

Llegados a este punto en mi pensamiento empezaron a aflorar ciertas conjeturas. Cuando trabajas dentro de unos márgenes analíticos a una alta intensidad y en un periodo de tiempo reducido resulta complicado atender todos aquellos detalles que no terminan de encajar. De este modo, después de finalizar la investigación, advertí como en este mundo de hombres existieron excepciones en las que las mujeres tomaron partido a la hora de decidir sobre los designios políticos de sus reinos.

Dado que nunca pudieron acceder a la condición de embajadoras, sí lo hicieron como reinas. Así ocurrió en la Francia de Catalina de Medicis o en la Inglaterra de Isabel I; en estos casos resulta interesante la correspondencia que mantuvieron los embajadores filipinos con su rey en referencia a las audiencias con las soberanas. La tensión, desesperación y agotamiento se repitieron en las misivas, puesto que las negociaciones con ellas resultaron siempre una pérdida de tiempo o una seducción imposible.

Este último año he intentado resolver este pequeño detalle y es posible que haya dado con la solución. Después de acudir a libros de psicología sobre lenguaje gestual y corporal, así como de mecanismos naturales de manipulación, parece más comprensible. Resulta que nuestro lenguaje se puede analizar siguiendo unas pautas matemáticas: cuando hablamos o escuchamos desplegamos inconscientemente toda una coreografía gestual que refuerza nuestras palabras o silencios, constituyendo estos gestos entre el 80 o 90% de nuestra comunicación. El resto queda a merced de las palabras, por lo que una descoordinación entre gestos y palabras puede proyectar en el otro interlocutor inseguridad, mentira o locura.

Pero aquí no termina la genialidad del asunto. Resulta que la mente femenina muestra una capacidad muy superior a la masculina en el análisis gestual por razones de instinto; esta ventaja es de diez sobre uno. Al ser consciente de que, por ejemplo, la posición de las extremidades, el tono de voz, la cadencia de parpadeo, la elevación de las cejas u otras tantas formas gestuales determinan más de lo que pensamos nuestras palabras, la desesperación protagonizada por los embajadores parece más comprensible; quedando completamente desarmados por la artificialidad y el intento de agrado de sus propios gestos.

Los resultados son realmente curiosos. He llegado a la conclusión de que la presión, que ya de por sí acompañó a los representantes reales en otros territorios -por la climatología, el idioma o la cultura- erosionó su comportamiento a la hora de dialogar con los diferentes príncipes extranjeros. Pero en el caso de Francia e Inglaterra las negociaciones siempre repiten un patrón de máxima tensión, tal y como atestiguan las constantes solicitudes de destitución por los propios embajadores, así como por el envío de misivas de las soberanas al rey recalcando ese cese; invitándole al relevo por otro representante más válido. Aunque hubo otras tantas misiones que atesoraron enconados enfrentamientos, como pudieron ser los de la Santa Sede con sus díscolos pontífices, ninguno de ellos posee la sutileza de los casos excepcionales referidos.

Para mí no es una novedad comprobar que, aunque nos vistamos, socialicemos y progresemos los seres humanos seguimos poseyendo una esencia instintiva o animal que no nos abandona y que, más allá de cualquier separación o desigualdad entre sexos, nos complementa. Creo que este es uno de estos casos. Y lo que me pregunto es: ¿Qué hubiera ocurrido si las mujeres hubieran tenido un mayor peso en la representación exterior? ¿El cariz de las negociaciones hubiera sido diferente? ¿Y el devenir de los acontecimientos? Nunca lo sabremos.

Imágenes:
Felipe II recibiendo embajadores en el Escorial
Los embajadores, pintura de Hans Holbein el Joven
Catalina de Medicis a las puertas del Louvre
Isabel I de Inglaterra en procesión

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