Hace poco más de un año
tuve la oportunidad de investigar sobre un tema que me apasionó. A lo largo de
la historia el poder se ha configurado como uno de los rasgos más codiciados
por la naturaleza humana, bien por la atracción que desprende bien por su
especial erotismo. Estudios psicológicos han hecho hincapié, por ejemplo, en la
progresiva alteración que exhibe la conducta de los mandatarios en el desempeño
de sus cargos.
Más allá de esta
dimensión afrodisiaca y estereotipada existen casos de particular interés. Uno de ellos es el presente en el campo de la
Diplomacia y las Relaciones Internacionales durante el reinado de Felipe II, en
la segunda mitad del siglo XVI. Este príncipe cristiano que asentó su corte en
Madrid hacia 1561 gobernó, con puño de hierro y guante de seda, un territorio
comprendido entre las islas Filipinas y la actual Italia, con un total
aproximado de cuarenta millones de súbditos.

En paralelo a este
edificio administrativo interno existió otro externo. La administración
exterior, instituida para el mantenimiento de relaciones con otros príncipes de
la Cristiandad, desplegó un andamiaje de representación más allá de las
fronteras de la Monarquía que situó a embajadores y secretarios de embajada
como cabezas de fila. Estos pronto se consolidaron como ariete y alter ego de la voluntad real en tierras
extranjeras, aportando un matiz de universalidad al poder de su representado.
Como vemos la estructura
externa e interna se movió dentro de un marco tangible de poder. Fue en este
entorno donde los tratadistas políticos empezaron a hacer alusiones a términos
como el Secreto o acuñar términos como Razón de Estado; este último lo
dejaremos para otra ocasión. El Secreto fue el oficio de espionaje o lo que actualmente
está ligado al trabajo desempeñado por los servicios secretos de nuestros
Estados de Derecho, salvando las distancias.
Si embajadores y
secretarios fueron adalides de la acción exterior, debemos detenernos
especialmente en estos últimos. Su extensa permanencia en el cargo y sus
amplias atribuciones los colocaron al frente de una tercera estructura de poder
no tangible. Los secretarios se encargaron de crear, financiar y ampliar redes
de espionaje por todo el continente desde la corte más suntuosa hasta el más
sucio de los callejones, siempre y cuando existiera información valiosa.
Así las cosas dichas redes
estuvieron engrosadas por agentes, enlaces y confidentes. Todos ellos coordinados
por los secretarios desde las embajadas, mientras estos lo fueron a su vez por el
Secretario Real, mano derecha del rey y auténtico cerebro gris de este tupido
tejido. Sus funciones: recabar información para anticiparse a los movimientos
de sus oponentes, conocer sus puntos débiles, golpear con contundencia y
determinación en los momentos precisos, así como descabezar o desmantelar
cualquier hostilidad que se fraguara en el seno de la organización real.
Pero en ningún caso
debemos pensar que todos ellos se plegaron a una rígida disciplina, puesto que el
mantenimiento de sus actuaciones derivó en elevados costes y sacrificios para
la hacienda real; tampoco debemos pensar que, a pesar de estas sumas, mantuvieron
su lealtad, ya que estaban a la expectativa de percibir sumas más apetitosas de
otros oponentes.
¿Qué tiene que ver toda
esta radiografía del poder filipino con la seducción? Sencillo. Como se ha
venido avanzando las cortes europeas fueron durante la segunda mitad del siglo
XVI auténticos epicentros de autoridad, desde donde las facciones pugnaron por
ocupar las altas instancias del organigrama de autoridad. En este contexto cuando un nuevo embajador llegaba a la corte debía tener en sus manos un amplio
y detallado informe sobre las facciones nobiliarias, los personajes más
ilustres y los agentes sobre el terreno. Con ello el cumplimiento de la
voluntad de su rey resultó más fácil de abordar.

Este forma de proceder constituyó,
a mi modo de ver, un auténtico medio de seducción. Aunque con un matiz más
político que sentimental, guiado este último por la espontaneidad y por la
conquista de la persona en sí misma, sin llegar a percibir sus intereses igualmente.
La situación hipotética sería la siguiente: imaginad una estancia empedrada y
decorada con ricos tapices en la que dos personas, de gran autoridad, se
desnudan dialécticamente para rebajarse o defender hasta el sinsentido
argumentos inefables; o al contrario.
Llegados a este punto
en mi pensamiento empezaron a aflorar ciertas conjeturas. Cuando trabajas
dentro de unos márgenes analíticos a una alta intensidad y en un periodo de
tiempo reducido resulta complicado atender todos aquellos detalles que no
terminan de encajar. De este modo, después de finalizar la investigación,
advertí como en este mundo de hombres existieron excepciones en las que las
mujeres tomaron partido a la hora de decidir sobre los designios políticos de
sus reinos.

Este último año he intentado
resolver este pequeño detalle y es posible que haya dado con la solución.
Después de acudir a libros de psicología sobre lenguaje gestual y corporal, así
como de mecanismos naturales de manipulación, parece más comprensible. Resulta que
nuestro lenguaje se puede analizar siguiendo unas pautas matemáticas: cuando
hablamos o escuchamos desplegamos inconscientemente toda una coreografía
gestual que refuerza nuestras palabras o silencios, constituyendo estos gestos
entre el 80 o 90% de nuestra comunicación. El resto queda a merced de las palabras,
por lo que una descoordinación entre gestos y palabras puede proyectar en el otro
interlocutor inseguridad, mentira o locura.
Pero aquí no termina la
genialidad del asunto. Resulta que la mente femenina muestra una capacidad muy
superior a la masculina en el análisis gestual por razones de instinto; esta
ventaja es de diez sobre uno. Al ser consciente de que, por ejemplo, la
posición de las extremidades, el tono de voz, la cadencia de parpadeo, la
elevación de las cejas u otras tantas formas gestuales determinan más de lo que
pensamos nuestras palabras, la desesperación protagonizada por los embajadores
parece más comprensible; quedando completamente desarmados por la
artificialidad y el intento de agrado de sus propios gestos.

Para mí no es una
novedad comprobar que, aunque nos vistamos, socialicemos y progresemos los
seres humanos seguimos poseyendo una esencia instintiva o animal que no nos
abandona y que, más allá de cualquier separación o desigualdad entre sexos, nos
complementa. Creo que este es uno de estos casos. Y lo que me pregunto es: ¿Qué
hubiera ocurrido si las mujeres hubieran tenido un mayor peso en la
representación exterior? ¿El cariz de las
negociaciones hubiera sido diferente? ¿Y el devenir de los acontecimientos?
Nunca lo sabremos.
Imágenes:
Imágenes:
Felipe II
recibiendo embajadores en el Escorial
Los embajadores,
pintura de Hans Holbein el Joven
Catalina de Medicis
a las puertas del Louvre
Isabel I de
Inglaterra en procesión
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