sábado, 27 de septiembre de 2014

Batallitas

Respiro. La brisa suave que entra por mi ventana en forma de aire húmedo otoñal recuerda algo más que el cambio de estación. Y es que por muchos que los años pasen los principios de curso en la ciudad del Ebro son inolvidables. Esas últimas horas de sol vespertino correteando entre las calles de la urbe gris que nunca duerme. El primer desnudo de los árboles de sus amplios bulevares y su cierzo inmortal acariciándote el rostro.

Una genuina estampa de melancolía entre cálidos reencuentros. Atrás quedaba la sofocante atmósfera de calor que se adueñaba del valle durante los meses veraniegos y el abatimiento, para dar paso al renacer y los propósitos. Lo mejor, hibernar en las cervecerías oscuras en medio de conversaciones infinitas y risas obligadas hasta horas intempestivas. Lo peor, saber que no iba a ser para siempre.

Y de repente otro año empezaba. Nadie sabía con certeza si acabaría el curso sin sufrir algún percance, sin que el techo de alguna parte de la facultad se desplomara sobre algún alumno afanado entre montones de fotocopias de escrituras antiguas y apuntes emborronados. Y las frases, aquellas que sonaban como sentencias inmortales que salían de la boca de nuestros  pintorescos maestros y te hacían levantar la vista del papel.

El final era lo mejor. Bajabas por las escalinatas, después de varias horas encerrado en un aula con olor a humanidad, y mirabas a tus compañeros a ver quién era el “empanao” de la jornada. Sin contar los que remataban la jugada dándose un homenaje a base de “petardos” en la puerta trasera del edificio y vivían habitualmente al borde de la catatonia. Aunque de este último grupo los auténticos eran los que “merendaban” antes de entrar a clase y teorizaban de forma exuberante ante cualquier cuestión planteada por el profesor de turno, regalándonos un descojono generalizado y reconfortante.

Nosotros lo dejábamos para el sábado. Los jueves eran para cazar Erasmus vulnerables y desorientadas que se dejaban caer por los tugurios del Casco, los viernes para las cervezas que acaban en almuerzos. Llegado el “día grande” de la semana te atrincherabas en un piso de cualquiera de tus compañeros y la noche discurría alrededor de un cubo de basura de los chinos lleno de calimocho y cantidades generosas de azúcar.

Daba comienzo la “velada”. El anfitrión, cazo sopero en ristre, removía el brebaje como un druida e iba rellenando vasos, tazas, ensaladeras o cualquier otro recipiente susceptible de contener la sustancia. Sobre la mesa montones de cartas mugrientas, como excusa para enzorrarnos, y el ambiente envuelto en una neblina de nicotina y magia verde que envolvía extrañas divagaciones y parrafadas en idiomas que aún están por conocer.

Era habitual que siempre hubiera alguien más comedido. Y siempre era el que peor acababa. No me olvidaré de aquel estudiante de medicina que prefería disfrutar de ese ambiente de perdición sin propasarse. Tampoco de mis viajes a la cocina a escondidas a prepararle cubatas triples, que se bebía preguntando si aquel explosivo líquido llevaba alcohol. El resultado llegó a las pocas horas cuando, con la cabeza metida en el váter, me respondía que sabía muy bien lo que le pasaba, que para algo aspiraba a ser médico. Todo mientras yo orinaba alegremente en el bidé, luchando por que la mandíbula se mantuviera en su sitio entre tanta carcajada.

En pocas horas llegaba el final. Los domingos eran como una versión post-apocalíptica de todas las profecías de Nostradamus juntas. Despertabas en un lugar indeterminado de tu casa, la luz del mediodía entraba por tus ojos inyectados en sangre y abrasaba las escasas neuronas que habían sobrevivido a la debacle. Después tratabas de mantenerte en pie y buscabas a tu compañero, entre los montones de objetos fuera de lugar y la mierda circundante. Escuchar su respiración te llenaba de esperanza, aún podrías contar con él para el próximo sábado. Tras estas comprobaciones era el momento de fregar con champú los restos incrustados en la vajilla y volver a la habitación para comprobar que todo seguía igual de desordenado. 

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Días de verano

Ya ha comenzado el verano. Ha entrado entre titubeos: sin calor agobiante, con algunas tormentas y un continuo baile de grados. El sonido melódico de los pájaros entonando sus siringes marca el principio de cada nueva jornada, que muere con el silencio de estos particulares anfitriones. Un pequeño detalle que pasa completamente inadvertido para alguien de la capital que ha elegido el retiro rural para entregarse al conocimiento de la ciencia jurídica. Un torpe urbanita que poco a poco busca aclimatarse a este mundo desistiendo, impotente, en su intento.

No es atrevido catalogar los tiempos que corren como revolucionarios. Nuestras vidas cada vez resultan más "fáciles" gracias al compendio de innovaciones tecnológicas que vamos asimilando día tras día. La posibilidad de comunicarnos ininterrumpidamente ha desdibujado los márgenes de la intimidad del ser humano para proporcionarle un cariz renovado, un soplo de aire fresco junto al elemento que mejor nos define, la sociabilidad.

Renunciar parcialmente a estos ingenios tecnológicos siempre da que pensar. Y más en este entorno campestre en el que el siglo XXI parece postergarse. Para empezar el tiempo se dilata y el día cunde hasta extremos difíciles de imaginar; el mundo hace ademán de detenerse ante la ausencia de información instantánea, dejando una sensación de angustia, primero, y de libertad, después; las contadas conexiones con el mundo exterior acaban por resultar extrañas e, incluso llamativas. Con todo, es inevitable caer en la cuenta, después de algunos días en medio de la nada, de las posibilidades que nos brinda nuestra mente y como ésta acaba por atrofiarse entre estos "prometedores avances". ¿A dónde quiero llegar?

Concretamente al Antiguo Egipto. Desplegadas en ordenadas hileras las bancadas se suceden simultáneamente en el inconfundible espacio diáfano del aula de una facultad. Las caras de los alumnos escrutan con atención un punto de la estancia. Del frontal de la pizarra, surcada por palabras lanzadas y vertiginosas perfiladas en tiza, -signo inconfundible de la mente brillante de su autor-, cuelga un mapa de la cuenca Mediterránea rematado por un título en alemán y con el río Nilo en primer término, flanqueado por una amplia diversidad de símbolos y nombres inapreciables desde el pupitre. A su vera un individuo de imponente estatura acciona con precisión y mesura sus brazos, sincronizándolos con cada expresión de su rostro y palabra que articula su poderosa mandíbula.

Hay personas que marcan inevitablemente tu existencia, aquella era una de ellas. Como apasionado y experto en religiones ancestrales pérdidas en la noche de los tiempos el profesor nos planteó una de sus enriquecedoras reflexiones: "Imaginen verse desprovistos de todos esos artefactos que han convertido en imprescindibles dentro de su rutina. Ahora levántense de sus sitios, abandonen el aula, tomen asiento en alguna duna remota del Egipto de los faraones y oteen la infinidad del horizonte; mediten sobre lo que perciben a través de sus sentidos. El viento dibujando formas caprichosas en la arena y acariciando las crestas de los innumerables montículos, algún rastro marchito de vegetación, ejemplares faunísticos vagando sin rumbo o caravanas de mercaderes avanzando a un ritmo soporífero."

A estas alturas la expresión hipnótica de los pupilos sólo podía presagiar un espectacular final. "Sé lo que están pensando y sí, puede haber alguna forma de vida capaz de soportar esas condiciones tan adversas ¿Pero cómo podrían explicar, desde su perspectiva de espectadores privilegiados, la sensación que les causa observar el errático movimiento de las aves sobre el cielo o de otros animales en tierra? ¿Cuál es su papel en la inmensidad de esa desolada y silenciosa estampa?" Todos esperaban expectantes la respuesta a una pregunta sobre la que nadie iba a postularse, en medio de una pausa interminable.

"Aquellas formas de vida eran la manifestación más certera de la divinidad. Si no me creen levántense y caminen con decisión hacia la pirámide o necrópolis más cercana, penetren en su interior antorcha en mano y contemplen los relieves de las cámaras funerarias. Ahí están. Todos esos animales representados en una posición jerárquica preeminente, fundidos con formas antropomorfas y gesticulando para la posteridad sobre filas de individuos sumisos en disposición de alguna acción reiterativa, laboral o de adoración, dirigidas a sus deidades." La clase al completo no salía de su asombro.

"La observación de la naturaleza más inmediata proporcionó a la sociedad egipcia unas deidades ligadas a cada una de la zonas del Nilo, en representación de sus matices culturales, vitales o del más allá ¿Son ahora conscientes de como nuestro progreso nos ha llevado a dominar ese entorno salvaje y, por ende, acabar con la esencia de misterio e infinidad con el que era percibido por nuestros antepasados? ¿Entienden hasta qué punto la tecnología ha alterado nuestras aptitudes naturales de observación y reflexión para delegarlas en aparatos diminutos que acaban con toda posibilidad de ingenio? Sí algún día dominamos el cielo y otros planetas ¿la dimensión celestial en la que situamos a nuestro dios cambiará y ellos desaparecerán con ella? Créanme, las religiones no son más que la proyección de nuestros temores más ocultos, la adoración de lo inexplicable y misterioso; el límite entre lo conocido y lo que está por conocer, entre la ciencia y la fe. Salgan a la calle y, si lo necesitan, busquen a sus dioses: al músico de la esquina, al kiosquero, al taxista o al perro-guía del vendedor de cupones. Pero si eligen el otro camino, el de la duda, la asimilación, el conocimiento, la cuidada reflexión; no habrá dios que colme sus temores porque el que conoce no teme y el que no teme nunca se detiene." La clase prorrumpió en un sonoro aplauso mientras el profesor asentía entusiasmado en señal de profundo agradecimiento.

Ya hace un rato que el sonido melódico de los pájaros se ha apagado. Sonrío recordando aquellas lecciones magistrales que hoy forman parte de mis gratos recuerdos y de la experiencia. Con una cantidad considerable de vino en el cuerpo, después de varios asaltos a los toneles de la bodega, despacho estás últimas líneas. Otra agotadora jornada rural termina para mí. 

jueves, 18 de septiembre de 2014

Carta del 2014

Hoy, después de mucho tiempo, me he decidido a revolver en el trastero. Ahí, entre un tresillo tapizado con mimo de artesano y deteriorados álbumes de fotos, han aparecido auténticas joyas literarias del Siglo de Oro y muchos de los manuscritos que escribió mi abuelo en sus ratos libres. Cada uno de sus vaivenes emocionales, su insaciable curiosidad y ese temperamento melancólico que nos regalaba día tras días hasta hace unas pocas semanas; ya para la posteridad.

De todos ellos he reparado en uno con fecha de septiembre de 2014. Su contenido aúna las dudas de un veinteañero, las inquietudes de un ciudadano perdido entre las marañas de su propia realidad y las ambiciones de un inconformista. Leer estas líneas cincuenta años después, en pleno 2064, aún resulta alentador:

¿Hacia dónde nos dirigimos? Nuestro mundo está cambiando a pasos agigantados delante de nuestras narices y ni siquiera somos conscientes de ello. Las innovaciones tecnológicas de la última década han alterado nuestros patrones de interacción social y ritmo vital. Nos encontramos en medio de la Tercera Revolución, al menos de las documentadas como tal.

Consecuencia de este empuje es la consolidación de la Globalización. El ajetreo de los circuitos comerciales ha llevado a la búsqueda de nuevas formas de comunicación más instantáneas y eficientes pero también ha tenido una importante proyección política en el campo de las relaciones entre estados. Así los viejos estados nacionales caminan, inexorablemente, hacia su desmembración; para acabar incardinándose, como ya está ocurriendo, en realidades supranacionales o regionales.

¿Cómo revierte este proceso en el sentir general? Mediante una crisis de identidad. La desubicación de los ciudadanos, junto a la crisis financiera, inmobiliaria (en nuestro caso) e incluso axiológica, también está influyendo en nuestra constante forma de percibir el entorno que nos rodea. Como si nuestras espaldas cargaran con una pesada losa que no nos corresponde. Pero existen precedentes.

En efecto, podríamos referirnos a otros periodos revolucionarios. En su seno se produjo un agotamiento de las formas de producción tradicionales que fueron mutando hasta adaptarse a la vanguardia tecnológica, con mayor o menor dinamismo según las naciones. En este contexto todos los que hicieron fortuna fueron adalides de su propio ingenio, dando como resultado nuevos inventos que estimularon aún más el proceso de cambio estructural.

¿Qué hacer hoy en día? Creo debemos tomar el testigo de las generaciones que nos preceden. Nosotros seremos los que, con más pena que gloria, viviremos peor que nuestros padres e hijos (si llegan) pero alumbraremos importantes innovaciones en todos los ámbitos abriendo un periodo completamente diferente a los anteriores. Nada es igual después de una crisis -como sinónimo de renovación- ni mejor, ni peor; simplemente diferente.

Le hecho una foto al texto, la he retocado con una App rudimentaria y la voy a imprimir con el móvil; quiero que el trazo nervioso de estas letras me recuerde, día a día, cada una de las cosas que conozco y poseo gracias al sacrificio de esa generación de activistas y soñadores ¡¿Será que hemos perdido las ganas de luchar?!