Con
veinticinco años juegas en otro nivel. Tienes más de un traje en tu armario para
las cenas que cada fin de año celebra la empresa en la que trabajas; le
recuerdas a tu novia que cada día es más preciosa que el anterior y que con
cada una de sus sonrisas podrías vivir una eternidad; te mueves en un coche que
estás empezando a pagar a plazos desde hace nada; y, por supuesto, te juntas
con los amigos, que trabajan desperdigados fuera de casa, para tomar unas copas
y hablar de valores bursátiles, iniciativas legislativas o, simplemente, de los
viejos tiempos.
De
ser cierto todo rezumaría perfección y equidad pero ya no vives en los ochenta
o los noventa. Llegar a los veinticinco en este momento en sinónimo de desolación
y de dolorosas decepciones; o eso parece. La sociedad vigente todavía
se alimenta de un arquetipo de veinteañero postuniversitario que accede con
suma facilidad al mundo laboral y cuyas metas más o menos próximas se guían por
saciar apetencias materiales que, ahora mismo, resultan inalcanzables y se han
asociado erróneamente a la madurez.
Se
respira una presión social que no resulta novedosa. Hubo otras épocas en que
las metas establecidas por el propio devenir de la sociedad eran completamente
diferentes y se llegaba a criticar o desconfiar del que no las conseguía. Este
es sin duda uno de los grandes errores del ser humano que, como animal social,
sigue repitiendo día tras día. Debemos desterrar la idea ampliamente extendida
de que lo correcto o lo que procede es lo que más gente hace; siendo lo
minoritario motivo de mofa, extrañeza o descrédito.
Va
siendo hora de abrir los ojos y cambiar de perspectivas. Ni el materialismo ni
el pensamiento general son el camino, ni siquiera la pretensión de caminar en
busca del éxito. Disfrutar haciendo lo que nos gusta, aumentando nuestras
posibilidades de cara a sentirnos en plenitud y equilibrio con nosotros mismos
quizás sí lo sea. Cada persona es un mundo completamente diferente y siempre
tendemos a agrupar y juzgar la realidad bajo conceptos y palabras estancas cuando lo bonito, lo que yo creo que enriquece, es aceptar, comprender y tolerar
lo que percibimos como imperfecto.
Actualmente
la sociedad se encuentra en un momento de cambio acelerado. La cuestión de
progresar fue, ha sido y es inherente a la condición humana pero resulta
completamente inútil prosperar destruyendo a la vez valores ya consolidados. Es
inviable seguir avanzando sin haber asimilado previamente lo que la experiencia
aporta. Nuestra economía, por ejemplo, ha llegado al absurdo de crear
necesidades irrelevantes que hasta hace poco no existían (como estar
comunicados a cualquier hora y prescindir de la intimidad como valor propio y
de los demás), para acabar desatendiendo la supervivencia de ciertos derechos
cuya conquista ha costado décadas (sanidad, educación o vivienda).
El
consumismo desenfrenado no solo ha puesto en nuestras manos dispositivos de última
generación, también ha hecho mella en nuestro pensamiento. La obsesión por
conseguir cosas que no son tan imprescindibles como creemos se interpreta, en
la mayoría de los casos, como la entrada en la edad adulta. Pero no nos
equivoquemos, existe otro tipo de madurez que no se equipara a la posesión de
cosas o a la autosuficiencia de la que pueda gozar un individuo por su trabajo.
La madurez a la que yo me refiero parte de la observación del medio y de la
reflexión pero, sobre todo, de la conversación con uno mismo.
Debemos abandonar
la idea de que nuestro objetivo es alcanzar el éxito porque de nada sirve sino
estamos a gusto con nosotros mismos y de nada sirve si, como he dicho, sólo nos
planteamos ese camino y dejamos de lado la posibilidad de crear tantos caminos
como aptitudes poseemos o estemos dispuestos a adquirir.
Así
las cosas la primera idea fundamental parte de la autocrítica. Desde el mismo
momento en que seamos conscientes de que es preciso tomar las riendas de
nuestra vida y asumamos las responsabilidades por nuestros actos tendremos
mucho ganado. El problema viene cuando sólo nos centramos en percibir las
circunstancias de dos formas: una buena y otra mala. La superación de esta
percepción es el primer paso para dejar atrás la inmadurez y abrir la puerta a
la tolerancia, es decir, flexibilizar nuestros criterios particulares a la hora
de actuar e interactuar con los demás.
La
segunda idea es la autodisciplina. Hasta ahora la disciplina ha sido esencial
en nuestro crecimiento y formación pero debe ser abandonada cuanto antes.
Mediante la disciplina se nos ha instruido durante largos años y nuestra mente
ha estado expuesta a una constante calificación externa por parte de otros,
hemos estado a la expectativa de que nuestros actos sean juzgados y corregidos
por nuestros padres, profesores, etc. Sin embargo, como he dicho antes, es el momento de tomar la riendas y dejar atrás esa necesidad de calificación y
agrado por/de los demás; será mejor que a partir de ahora esperemos lo justo de
los demás, sin negarles nuestra ayuda cuando lo creamos conveniente, y pasemos a cimentar una conducta guiada por la aceptación y el crecimiento personal.
Conducta ligada a la creación de estímulos particulares, pues ya no sólo somos alumnos, también somos nuestros propios maestros. Esto será
posible si disfrutamos con lo que hacemos y consideramos que nuestro mayor premio
y satisfacción supondrá convertir nuestras ilusiones en hechos. Pero para ello
es requisito imprescindible comenzar por asumir responsabilidades.
La
tercera idea es la templanza. Hoy en día cuando queremos algo lo queremos
cuánto antes y de cualquier manera. Vivimos al límite y, habitualmente, por
encima de nuestras posibilidades temporales. Es necesario alterar el
planteamiento de que en la existencia todo viene seguido: nacimiento, educación,
curro, jubilación y muerte. En la vida existen periodos de transición en los
que reina la incertidumbre por el futuro y, desgraciadamente, nos refugiamos más
de lo recomendable en ella. Uno de los momentos en los que esta incertidumbre
aflora es al terminar la universidad y, particularmente, en la dificultad para
encontrar trabajo tal y como lo ha planteado la coyuntura económica actual.
Ante
esto podemos seguir lamentándonos por nuestra desgracia y esperar a que alguien
llame a nuestra puerta para ofrecernos trabajo (jajaja); o podemos aprovechar
los mejores años de nuestra vida para realizar una inversión a largo plazo y continuar
preparándonos de cara a ese futuro que tanto tememos. En los tiempos de fuertes
cambios que vivimos es muy recomendable estar atento a nuevas oportunidades o a
la elaboración de fórmulas que pueden llegar a darnos de comer sin ni siquiera tirar
de nuestro título universitario. La clave es reinventar y reinventarse. Lo que
ya parece más complicado y atípico es invertir tiempo en pensar.
Si
aunamos estas tres ideas podremos obtener ciertas ventajas y ampliar nuestro
abanico de posibilidades. Como he dicho no creo que buscar el éxito, ni pensar
que estamos abocados al fracaso sea la mejor opción: la clave es adaptarse y
cuanto más hábilmente lo hagamos más aumentaran nuestras opciones.
Huelga
decir que no nos tenemos que dejar mediatizar por la opinión de medios de
comunicación, políticos y demás parafernalia con la que nos acribillan
diariamente, salvo en el caso en el que estemos dispuestos a discernir entre
estar al día y dejarnos llevar por el pesimismo que parece acecharnos. Es
lamentable que los sistemas educativos planteados por cada uno de los partidos
que se alternan en el poder hayan provocado en el ciudadano la asociación de la
cultura con los libros de autoayuda y no, por ejemplo, de literatura del Siglo
de Oro o ensayos de diversa temática.
No
es bueno que esperemos sentados a que sean ellos los que hagan su trabajo,
seamos nosotros los que atendamos nuestras aspiraciones sin dependencias
absurdas. Acabo de cumplir veinticinco años y aquí estoy más vivo que nunca,
con planes para mi futuro en medio de esta tormenta de pesimismo. Y aunque mi
camino no lo jalonan rosas os aseguro que mis pasos son firmes y la senda que
dejo atrás el resultado de mis decisiones, para bien o para mal.