Pocas
horas atrás regresaba a casa entre los abrazos de la madrugada. Ni siquiera
recordaba lo que era una noche épica, de las de antes, de las que ya no
abundan. La calidez de las conversaciones interesantes, la atmosfera cargada de
nicotina y el trasiego de botellas de vino refinado entre los comensales ya
presagiaban una buena salida.
Comenzamos
entre una degustación de setas, tomates y embutidos. Como si de un homenaje a
nuestra tierra se tratara, el chef puso el broche de oro a la creatividad de
cada uno de sus platos y nos elogio con una brillante clase magistral sobre las
variedades y el cuidado de los productos que había aderezado. Aún quedan
lugares de arraigada tradición culinaria con los que las grandes empresas de
comida basura no han podido, a pesar de subsistir con un hálito suave y débil
pero decidido.
Proseguimos
nuestra particular celebración por la solitaria vida nocturna. Aunque no por
mucho tiempo, pues por delante quedaba la sorpresa de un ambiente cambiante
asaltado por una muchedumbre más que sedienta. Y así, lingotazo tras lingotazo,
continuo el homenaje a los veinticinco, con ganas de dar mucha guerra y de lucir
las cicatrices de la experiencia bajo las rutilantes ráfagas de la luna junto
con mis egregios acompañantes vitales. No
es la emoción, sólo el peso de los años y la majestuosidad que desprende la
veteranía.
Imagen: Nighthawks, de Edward Hopper
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