Respiro. La brisa suave que entra por mi ventana en forma de
aire húmedo otoñal recuerda algo más que el cambio de estación. Y es que por
muchos que los años pasen los principios de curso en la ciudad del Ebro son
inolvidables. Esas últimas horas de sol vespertino correteando entre las calles
de la urbe gris que nunca duerme. El primer desnudo de los árboles de sus
amplios bulevares y su cierzo inmortal acariciándote el rostro.
Una genuina estampa de melancolía entre cálidos
reencuentros. Atrás quedaba la sofocante atmósfera de calor que se adueñaba del
valle durante los meses veraniegos y el abatimiento, para dar paso al renacer y
los propósitos. Lo mejor, hibernar en las cervecerías oscuras en medio de
conversaciones infinitas y risas obligadas hasta horas intempestivas. Lo peor,
saber que no iba a ser para siempre.
Y de repente otro año empezaba. Nadie sabía con certeza si
acabaría el curso sin sufrir algún percance, sin que el techo de alguna parte
de la facultad se desplomara sobre algún alumno afanado entre montones de
fotocopias de escrituras antiguas y apuntes emborronados. Y las frases,
aquellas que sonaban como sentencias inmortales que salían de la boca de
nuestros pintorescos maestros y te
hacían levantar la vista del papel.
El final era lo mejor. Bajabas por las escalinatas, después de
varias horas encerrado en un aula con olor a humanidad, y mirabas a tus
compañeros a ver quién era el “empanao” de la jornada. Sin contar los que remataban
la jugada dándose un homenaje a base de “petardos” en la puerta trasera del
edificio y vivían habitualmente al borde de la catatonia. Aunque de este último
grupo los auténticos eran los que “merendaban” antes de entrar a clase y
teorizaban de forma exuberante ante cualquier cuestión planteada por el
profesor de turno, regalándonos un descojono generalizado y reconfortante.
Nosotros lo dejábamos para el sábado. Los jueves eran para
cazar Erasmus vulnerables y desorientadas que se dejaban caer por los tugurios
del Casco, los viernes para las cervezas que acaban en almuerzos. Llegado el “día
grande” de la semana te atrincherabas en un piso de cualquiera de tus
compañeros y la noche discurría alrededor de un cubo de basura de los chinos
lleno de calimocho y cantidades generosas de azúcar.
Daba comienzo la “velada”. El anfitrión, cazo sopero en
ristre, removía el brebaje como un druida e iba rellenando vasos, tazas,
ensaladeras o cualquier otro recipiente susceptible de contener la sustancia.
Sobre la mesa montones de cartas mugrientas, como excusa para enzorrarnos, y el
ambiente envuelto en una neblina de nicotina y magia verde que envolvía
extrañas divagaciones y parrafadas en idiomas que aún están por conocer.
Era habitual que siempre hubiera alguien más comedido. Y
siempre era el que peor acababa. No me olvidaré de aquel estudiante de medicina
que prefería disfrutar de ese ambiente de perdición sin propasarse. Tampoco de
mis viajes a la cocina a escondidas a prepararle cubatas triples, que se bebía
preguntando si aquel explosivo líquido llevaba alcohol. El resultado llegó a
las pocas horas cuando, con la cabeza metida en el váter, me respondía que
sabía muy bien lo que le pasaba, que para algo aspiraba a ser médico. Todo
mientras yo orinaba alegremente en el bidé, luchando por que la mandíbula se mantuviera
en su sitio entre tanta carcajada.