Creer en lo imposible es un pensamiento eterno. Desde
siempre la mente humana ha sentido, y siente, la necesidad de entregarse a
cuestiones indemostrables. Me refiero a la presencia de entes supremos, utopías
u otras ilusiones con las que hacer frente a las inquietudes del día a día. Así
la incansable búsqueda inconsciente de realidades intangibles cobra un
atractivo inefable que perdura a lo largo de nuestro devenir.
He aquí el punto de partida de la argumentación. La angustia
que puede crear esta clase de dogmas ilusorios impulsa, por instinto, a
refugiarnos en la ostentación y el gusto por lo llamativo para dar una
perspectiva física a esa realidad subjetiva o mental que nos inquieta. Ello
conduce a la eterna paradoja del individuo: la creación de un pensamiento que está
por encima de la realidad rodeado con tintes o caracteres propios de esa
realidad de la que trata de alejarse.
Reflexionemos un momento sobre las posibilidades de esta idea.
Los rasgos familiares implícitos en esa realidad lejana intervienen para atenuar
la impaciencia por lo inexplicable y le aportan una empatía muy reveladora para
el que sigue sus pasos. Es ese vínculo el que permite, a quienes son
conscientes de él, de utilizarlo para convencer a otros de la importancia o
valor que tiene seguir el dogma que propugnan. O lo que es lo mismo: los que
comprenden la esencia de un ideal pueden utilizarlo para seducir a los que
sienten la necesidad de creer en algo diciéndoles lo que quieren escuchar y, de
este modo, lucrarse personalmente o dirigirlos según su propia voluntad.
Los ejemplos son interminables. Sectas de todo tipo,
religiones, modelos políticos…Todos condensan la fuerza de lo invisible, todos
desprenden esa fascinación por lo desconocido que apacigua las dudas existenciales
de sus fieles seguidores. Sin duda la proyección de lo desgranado hasta el
momento en las organizaciones, o estructuras fácticas que le dan objetividad, supone
un triunfalismo aterrador que arroja luz sobre los instintos más nebulosos y
bajos de nuestra especie. A pesar de que siempre nos ha acompañado a la hora de
relacionarnos en otros ámbitos, más allá de la espontaneidad del ambiente social
en el que nos movemos.
¿Qué ocurre cuando eres consciente de algo así? ¿En qué
puedes creer cuando observas que el barniz religioso, político o económico que
percibes con los ojos no es suficiente para camuflar esos matices de dominio,
control y ambición a los que responde nuestra propia naturaleza? Mi pensamiento
a día de hoy está huérfano por completo y sólo intenta comprender todo sin ser
capaz de simpatizar con nada; prosigue su camino sin resignarse en la indagación
de un ideal que permita saciar sus interminables dudas sobre la infinidad del
entorno.
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