Hay
un lugar en el que la vida y la muerte se dan la mano. La atmósfera de un
hospital a nadie le es indiferente, las situaciones tampoco. Desde el futuro y
la esperanza al pasado, la reflexión y la entereza. Todo se entrama en un
torbellino de emociones que corretea por las frías estancias, mientras la vida
cotidiana sigue su curso ahí fuera.
Esta
ambigüedad mental encuentra su afirmación en el color. El blanco mezcla todos
estos elementos en nuestro cerebro y predispone nuestros pensamientos a una
interpretación confusa. Podemos abandonar la noción del tiempo gracias a su vacuidad
o tomar su luminosidad como un sentimiento de fortaleza.
En
todo caso impera lo insólito. La rutina hospitalaria llega como algo inesperado
y poco agradecido que, de prolongarse, te impone una armadura impenetrable a la
hora de afrontar tus problemas y preocupaciones de vuelta al mundo exterior. No
siempre se puede contar con la suerte de disfrutar de una atención diligente
que permita salvaguardar la frialdad del entorno pero, de tenerla, todo resulta
más llevadero.
En
definitiva se trata de experiencias poco recomendables pero importantes de
vivir ¿qué sería de nuestra existencia si todo fuera un camino de rosas, si no supiéramos
lo que son las largas horas de impaciencia y cansancio y la satisfacción de
saber afrontarlo? Las cicatrices son fundamentales y si tienes el honor de
aprender de alguien que las cuenta por decenas todavía más.