Lo
recuerdo como si fuera ayer. Individuos de la quinta del ochenta y ocho
deambulando por las avenidas y callejuelas de la ciudad del viento a horas
intempestivas. Su indumentaria, desenfadada; sus pensamientos, confusos; sus
intenciones, más que cuestionables. Era costumbre empezar en Bretón, en aquel
antro de cuyo techo colgaban telas polvorientas de colores vivos y que acumulaba
pinturas de diversa condición en sus paredes.
Lo
mejor era la atmósfera. Media hora en ese lugar inducía a una profunda
somnolencia sólo alterada por las ingentes cantidades de cerveza y los cigarros
que se iban amontonando caprichosamente, ya como colillas, en el cenicero; sí,
aún se podía fumar en los bares. La camarera también tenía su aquél, a medio
camino entre hippie trasnochada y dependienta de bar de carretera.
Siempre andaba atrincherada en la barra tras un enorme expositor de cervezas,
envuelta en una especie de lúgubre penumbra. Sólo le faltaba escupir en el
suelo y ajustarse el sujetador cada vez que pedías la cuenta. Nunca olvidare
las noches del Voltaire.
Más
tarde nuestro camino continuaba. Pasar la noche en el Casco implicaba atravesar
Independencia con paso triunfal, vaticinando otra gran salida, hasta alcanzar
el nuevo destino; la vuelta, sin embargo, se asemejaba más a un desfile con
tintes de decadencia moral. Pues bien en uno de los numerosos callejones que
serpentean por el centro de la ciudad se encuentra uno de esos sitios con
identidad propia, entrañables de recordar.
El
bullicio era una de sus notas más acordes. Quizás porque muchos de los allí
presentes sabíamos que tres cuartos del cubata que te servían era alcohol de
calidad a tan solo tres euros y medio. Empezar la noche apostando fuerte en
aquel garito suponía evitar una resaca de proporciones considerables y quedarse
durante un buen rato no tenía desperdicio.
De
todos los calificativos posibles el de “tasca” se revela como más apropiado. A
la entrada te recibían unos escalones y una puerta de metal acristalada, de
esas que hacen un estrepitoso ruido al cerrarse; el suelo, de terrazo; el
techo, a base de un gotelé tosco que creaba estalactitas; y las paredes recubiertas
de listones de madera de una textura mugrienta. La barra era un mundo aparte:
expositores con bolsas rancias de Lay’s, un grifo solitario de cerveza,
servilleteros desperdigados y detrás…ese microondas de estética soviética que
te permitía detener el tiempo con tan solo mirarlo. El remate era la tabla de
raciones, nunca vimos a nadie pedir alguna.
Al
igual que en el anterior el camarero también era una institución. Corpulento,
pelo de cortinilla, gafas de cristales empañados por una sustancia desconocida
para la ciencia y actitud de comerciante dicharachero a la antigua usanza. Con
una voz potente que se elevaba por encima de la acústica general te recordaba
su principal atractivo: primeras marcas a precios irrisorios. Nos apiñábamos en
el mostrador y sacábamos la cartera una, dos, tres y hasta cuatro veces en
busca de la efímera felicidad. El resultado, obvio.
Lo
que más sentí es no haber encontrado antes este sitio. En los pubs más “chic”
de la ciudad estudiantes de ropa de marca se recreaban en pedir copas en vasos
ostentosos, hielos de colorines, pajitas de formas divertidas y un alcohol que
seguramente habría sido destilado en algún sótano clandestino esa misma tarde.
Pero allí, en nuestro bar, esos amaneramientos no importaban, pues la materia
prima y el entorno valían mucho más que todo aquello.
Ese
era el verdadero comienzo del fin. Salíamos de aquel templo de brebajes
espirituosos y bajábamos los escalones sonriendo, a la caza de nuevas historias
en otros bares de la zona, caminando con dificultad y decisión a otra noche más
de recuerdos irrepetibles.