Viajar
es maravilloso. Estudios psicológicos han señalado que cuando la mente se
expone a realidades culturales diferentes a las cotidianas se activan los
mismos circuitos neuronales que los presentes en los años de la infancia. Más
allá de lo fisiológico, y desde lo personal, creo que el pensamiento gana en
tolerancia, se libera de prejuicios y afila su raciocinio. En cualquier
estación o aeropuerto el tiempo parece detenerse, las historias se entrecruzan
y el ajetreo de maletas y transeúntes trasmite una sensación de caos efímero
muy reconfortante.
Esta
vez he repetido país de destino. En un par de semanas hará un año que conocí
Berlín y disfrute de una de las capitales europeas más cosmopolitas y
sorprendentes. Ahora mis pasos me han llevado a casa de un viejo amigo en el
extremo más occidental de Alemania; para ser más precisos al pueblo de Düren,
en pleno corazón de Renania-Westfalia. Hace unos diez días que aterricé en Colonia
bajo un manto de frío y lluvia con las migrañas habituales de la época de
exámenes.
Había
llegado a la tierra de las oportunidades. La estampa no podía ser más gris:
cielo encapotado, ambiente gélido y temperamento distante hacia los foráneos; esta
tónica se mantendría a lo largo de mi aventura con contadas excepciones. El
paraíso de Europa rezuma una moralidad hueca, de doble rasero, entre lo que se
ve desde fuera y lo que se percibe en el interior de sus entrañas. Es innegable
que la economía alemana atraviesa un momento colosal, una “locomotora” pilotada
con mano de hierro por una de las mujeres más influyentes del mundo. Pero ¿a
qué precio?
Considero
que generalizar implica infravalorar muchos de los elementos que sentenciamos
con facilidad en un solo juicio. Sin embargo, he podido percibir un rechazo
visceral a los inmigrantes -en especial a los del arco mediterráneo- que, por
su falta de coherencia, invita a retrotraerse a épocas oscuras de odio y
sinrazón. No se manifiesta abiertamente y no es extrapolable a todo ciudadano
pero, a nivel general, se intuye una actitud refugiada en esa burda
superioridad “nacional” que tantos errores llevó a cometer en el pasado.
Estos
claroscuros no eclipsan los tesoros artísticos y patrimoniales con los que
cuenta esta zona. A pesar de la dureza de los bombardeos aliados durante la
Segunda Guerra Mundial se pueden admirar las inmensas colecciones de vidrio
romano, testigos mudos del floreciente comercio romano en la zona de Colonia;
la catedral gótica, con una interminable lista de calificativos para ensalzar
su majestuosidad; o los restos del palacio de Carlomagno, con la capilla
palatina de Aquisgrán como deslumbrante joya arquitectónica que, durante siglos,
acogió las ceremonias de coronación de los emperadores del Sacro Imperio
Germánico, reminiscencia fundamental del antiguo esplendor imperial romano.
¿Y
qué decir de la cerveza y el chocolate? Si en los próximos meses el dentista me
dice que tengo caries no me resultará extraño. No recuerdo haber comido tanto
chocolate, chucherías y cerveza a un precio tan asequible. Los variados tipos
de Kölsch y la Veltins a un euro el litro han sido un manjar habitual a lo
largo de estas vacaciones, mientras la cercanía de las fábricas de Llindt y
Haribo hace de los supermercados lugares con una amplia variedad de dulces
que te devuelven a la infancia.
Por
otra parte las bombas no fueron tan “agradecidas” con el pueblo de Düren. A
diferencia de los combates callejeros de Aquisgrán, en este pueblo la
destrucción fue casi del cien por cien y se convirtió en uno de los núcleos más
bombardeados de toda Alemania. El objetivo clave fue el complejo industrial que
suministraba calzado al ejército nazi, así como elementos de la uniformidad,
aunque es evidente que también hubo un gran número de víctimas civiles. En
diversos lugares del pueblo aún hoy se recuerda con monolitos el lugar desde
donde se trasladaba por ferrocarril a los judíos a los campos de concentración
o el antiguo emplazamiento de una sinagoga hoy inexistente.
Estas
son mis impresiones sobre esta zona de Alemania. He notado claros contrastes
con Berlín pero ya se sabe que las metrópolis o las capitales no recogen la
identidad de todo el territorio que encabezan, sino que suelen condensar una
pluralidad cultural que trasciende las fronteras del propio país. Espero poder regresar en los próximos meses.
Tschüss
Tschüss