Casi
dos semanas después, en mi horizonte mental, aún se perfilan sus colinas. La
Ciudad Eterna enamora desde el primero
de sus adoquines hasta el más recóndito de sus rincones. Y no es para menos.
Siglos de historia han recorrido sus calles y plazas como testigos impávidos de
tumultos políticos, manifestaciones artísticas y una riqueza cultural sin
parangón que a nadie deja indiferente.
Son
muchas las maravillas de las que se puede disfrutar. La puesta de sol sobre el
foro público desde el Tabulario, el resonar de las voces y pisadas de los
turistas en el interior del Panteón de Agripa o el intenso sabor del café capaz
de ponerte la piel de gallina. Todo ello por un precio bastante asequible,
salvo para los refrescos y el agua, mucho cuidado.
Pero
si hay algo presente en cada una de sus esquinas es la religión y, en especial,
la cristiana. Podemos ser más, menos o nada creyentes pero es indudable admitir
que la huella de los papas como mecenas de las artes e impulsores de genios
desconocidos, convertidos en insignes maestros, fue descomunal. Cualquiera de
las múltiples iglesias que se pueden visitar son un cúmulo de sensaciones y
contrastes: de la sobriedad de sus fachadas a la suntuosidad y riqueza interior
de sus frescos y capillas; sin olvidar la armonía arquitectónica de todo su conjunto.
Percibir
tal cantidad de tesoros en piedra y oleo en tan poco espacio nos recuerda un
elemento esencial. Roma fue, ha sido y es epicentro casi indefinido de poder
político y espiritual durante más de dos mil años y eso se nota. Si las
mencionadas iglesias quedan vinculadas a una auténtica miríada de órdenes
religiosas, los restos de la Roma imperial atestiguan el asentamiento de una
tupida red político-administrativa de dominio que alcanzó, en su máxima
expansión, desde la actual Palestina hasta la península Ibérica y desde el
cauce del Danubio hasta los territorios septentrionales de África, con Egipto
como gigantesco "granero" del imperio.
En
la actualidad el núcleo de la capital italiana rezuma dinamismo. Son muchos los
que me mencionaron que uno de los recuerdos inevitables que traería conmigo de
vuelta sería la suciedad y la dejadez. Sin embargo no hay más que pasearse por
la vía del Corso o Condotti para comprobar como las firmas de moda más reputadas
se agolpan, a modo de lujosas embajadas, a la espera de visitantes de gustos
refinados y caros, muy caros. No es difícil ver grupos de turistas
boquiabiertos frente a los escaparates observando las prendas y accesorios de
hasta cuatro cifras de valor, prendados de un hedonismo efímero inalcanzable
para sus bolsillos.
También
tuve la oportunidad de recorrer el Trastevere durante una noche. El barrio
bohemio de la capital resultó apasionante, pues a pesar de que no alberga la
densidad de vestigios del casco antiguo, posee una esencia particular que
resulta recomendable experimentar.
No
hay que olvidar la Ciudad del Vaticano. Es posiblemente la zona que mayor
desencanto me causó porque, para tratarse del corazón de la Cristiandad, no parece un lugar de acogida para los cristianos, sino un colosal y frío
monumento a los pontífices de la Iglesia Católica que provoca rechazo y antipatía.
Es obligada la visita a los Museos Vaticanos, que dan cabida a auténticas joyas
artísticas; y a la capilla Sixtina, como plato fuerte. Pero la Basílica y la
Necrópolis disfrazan los grandes engaños de una religión, que como tantas otras,
parece necesitar de ídolos y mártires de pies de barro con los que trasmitir la
fe de un Dios creado a imagen y semejanza del ser humano.
En
fin, pase lo que pase Roma siempre parecerá ser capaz de detener el tiempo.
Quizás por ello ostenta el calificativo de "eterna" aunando pasado,
presente y, por qué no, futuro. Y yo espero vivir lo suficiente para regresar y
perderme entre sus calles, arrojar más monedas a la Fontana de Trevi, ante la
mirada inmortal del dios Océano, y empacharme con sus delicias culinarias.
Ciao
ragazzos