sábado, 1 de marzo de 2014

Un lugar sin igual

Lo recuerdo como si fuera ayer. Individuos de la quinta del ochenta y ocho deambulando por las avenidas y callejuelas de la ciudad del viento a horas intempestivas. Su indumentaria, desenfadada; sus pensamientos, confusos; sus intenciones, más que cuestionables. Era costumbre empezar en Bretón, en aquel antro de cuyo techo colgaban telas polvorientas de colores vivos y que acumulaba pinturas de diversa condición en sus paredes. 

Lo mejor era la atmósfera. Media hora en ese lugar inducía a una profunda somnolencia sólo alterada por las ingentes cantidades de cerveza y los cigarros que se iban amontonando caprichosamente, ya como colillas, en el cenicero; sí, aún se podía fumar en los bares. La camarera también tenía su aquél, a medio camino entre hippie trasnochada y dependienta de bar de carretera. Siempre andaba atrincherada en la barra tras un enorme expositor de cervezas, envuelta en una especie de lúgubre penumbra. Sólo le faltaba escupir en el suelo y ajustarse el sujetador cada vez que pedías la cuenta. Nunca olvidare las noches del Voltaire.

Más tarde nuestro camino continuaba. Pasar la noche en el Casco implicaba atravesar Independencia con paso triunfal, vaticinando otra gran salida, hasta alcanzar el nuevo destino; la vuelta, sin embargo, se asemejaba más a un desfile con tintes de decadencia moral. Pues bien en uno de los numerosos callejones que serpentean por el centro de la ciudad se encuentra uno de esos sitios con identidad propia, entrañables de recordar.

El bullicio era una de sus notas más acordes. Quizás porque muchos de los allí presentes sabíamos que tres cuartos del cubata que te servían era alcohol de calidad a tan solo tres euros y medio. Empezar la noche apostando fuerte en aquel garito suponía evitar una resaca de proporciones considerables y quedarse durante un buen rato no tenía desperdicio.

De todos los calificativos posibles el de “tasca” se revela como más apropiado. A la entrada te recibían unos escalones y una puerta de metal acristalada, de esas que hacen un estrepitoso ruido al cerrarse; el suelo, de terrazo; el techo, a base de un gotelé tosco que creaba estalactitas; y las paredes recubiertas de listones de madera de una textura mugrienta. La barra era un mundo aparte: expositores con bolsas rancias de Lay’s, un grifo solitario de cerveza, servilleteros desperdigados y detrás…ese microondas de estética soviética que te permitía detener el tiempo con tan solo mirarlo. El remate era la tabla de raciones, nunca vimos a nadie pedir alguna.

Al igual que en el anterior el camarero también era una institución. Corpulento, pelo de cortinilla, gafas de cristales empañados por una sustancia desconocida para la ciencia y actitud de comerciante dicharachero a la antigua usanza. Con una voz potente que se elevaba por encima de la acústica general te recordaba su principal atractivo: primeras marcas a precios irrisorios. Nos apiñábamos en el mostrador y sacábamos la cartera una, dos, tres y hasta cuatro veces en busca de la efímera felicidad. El resultado, obvio.  

Lo que más sentí es no haber encontrado antes este sitio. En los pubs más “chic” de la ciudad estudiantes de ropa de marca se recreaban en pedir copas en vasos ostentosos, hielos de colorines, pajitas de formas divertidas y un alcohol que seguramente habría sido destilado en algún sótano clandestino esa misma tarde. Pero allí, en nuestro bar, esos amaneramientos no importaban, pues la materia prima y el entorno valían mucho más que todo aquello.

Ese era el verdadero comienzo del fin. Salíamos de aquel templo de brebajes espirituosos y bajábamos los escalones sonriendo, a la caza de nuevas historias en otros bares de la zona, caminando con dificultad y decisión a otra noche más de recuerdos irrepetibles.