domingo, 6 de octubre de 2013

Veteranos

Pocas horas atrás regresaba a casa entre los abrazos de la madrugada. Ni siquiera recordaba lo que era una noche épica, de las de antes, de las que ya no abundan. La calidez de las conversaciones interesantes, la atmosfera cargada de nicotina y el trasiego de botellas de vino refinado entre los comensales ya presagiaban una buena salida.

Comenzamos entre una degustación de setas, tomates y embutidos. Como si de un homenaje a nuestra tierra se tratara, el chef puso el broche de oro a la creatividad de cada uno de sus platos y nos elogio con una brillante clase magistral sobre las variedades y el cuidado de los productos que había aderezado. Aún quedan lugares de arraigada tradición culinaria con los que las grandes empresas de comida basura no han podido, a pesar de subsistir con un hálito suave y débil pero decidido.

Proseguimos nuestra particular celebración por la solitaria vida nocturna. Aunque no por mucho tiempo, pues por delante quedaba la sorpresa de un ambiente cambiante asaltado por una muchedumbre más que sedienta. Y así, lingotazo tras lingotazo, continuo el homenaje a los veinticinco, con ganas de dar mucha guerra y de lucir las cicatrices de la experiencia bajo las rutilantes ráfagas de la luna junto con mis egregios acompañantes vitales. No es la emoción, sólo el peso de los años y la majestuosidad que desprende la veteranía.

Imagen: Nighthawks, de Edward Hopper 

miércoles, 2 de octubre de 2013

Poder, Secreto y seducción

Hace poco más de un año tuve la oportunidad de investigar sobre un tema que me apasionó. A lo largo de la historia el poder se ha configurado como uno de los rasgos más codiciados por la naturaleza humana, bien por la atracción que desprende bien por su especial erotismo. Estudios psicológicos han hecho hincapié, por ejemplo, en la progresiva alteración que exhibe la conducta de los mandatarios en el desempeño de sus cargos.

Más allá de esta dimensión afrodisiaca y estereotipada existen casos de particular interés. Uno de ellos es el presente en el campo de la Diplomacia y las Relaciones Internacionales durante el reinado de Felipe II, en la segunda mitad del siglo XVI. Este príncipe cristiano que asentó su corte en Madrid hacia 1561 gobernó, con puño de hierro y guante de seda, un territorio comprendido entre las islas Filipinas y la actual Italia, con un total aproximado de cuarenta millones de súbditos.

Esta vasta extensión acogió en su seno un mosaico de reinos que, como patrimonio real y bajo la unidad de la conocida como Monarquía Universal Católica, marcó la política internacional y europea durante las siguientes décadas. Desde la corte madrileña el soberano ocupó una posición preeminente, como centro de una poderosa maquinaria burocrática de consejos y juntas que proyectó una colosal administración en el territorio.

En paralelo a este edificio administrativo interno existió otro externo. La administración exterior, instituida para el mantenimiento de relaciones con otros príncipes de la Cristiandad, desplegó un andamiaje de representación más allá de las fronteras de la Monarquía que situó a embajadores y secretarios de embajada como cabezas de fila. Estos pronto se consolidaron como ariete y alter ego de la voluntad real en tierras extranjeras, aportando un matiz de universalidad al poder de su representado.

Como vemos la estructura externa e interna se movió dentro de un marco tangible de poder. Fue en este entorno donde los tratadistas políticos empezaron a hacer alusiones a términos como el Secreto o acuñar términos como Razón de Estado; este último lo dejaremos para otra ocasión. El Secreto fue el oficio de espionaje o lo que actualmente está ligado al trabajo desempeñado por los servicios secretos de nuestros Estados de Derecho, salvando las distancias.

Si embajadores y secretarios fueron adalides de la acción exterior, debemos detenernos especialmente en estos últimos. Su extensa permanencia en el cargo y sus amplias atribuciones los colocaron al frente de una tercera estructura de poder no tangible. Los secretarios se encargaron de crear, financiar y ampliar redes de espionaje por todo el continente desde la corte más suntuosa hasta el más sucio de los callejones, siempre y cuando existiera información valiosa.

Así las cosas dichas redes estuvieron engrosadas por agentes, enlaces y confidentes. Todos ellos coordinados por los secretarios desde las embajadas, mientras estos lo fueron a su vez por el Secretario Real, mano derecha del rey y auténtico cerebro gris de este tupido tejido. Sus funciones: recabar información para anticiparse a los movimientos de sus oponentes, conocer sus puntos débiles, golpear con contundencia y determinación en los momentos precisos, así como descabezar o desmantelar cualquier hostilidad que se fraguara en el seno de la organización real.

Pero en ningún caso debemos pensar que todos ellos se plegaron a una rígida disciplina, puesto que el mantenimiento de sus actuaciones derivó en elevados costes y sacrificios para la hacienda real; tampoco debemos pensar que, a pesar de estas sumas, mantuvieron su lealtad, ya que estaban a la expectativa de percibir sumas más apetitosas de otros oponentes.

¿Qué tiene que ver toda esta radiografía del poder filipino con la seducción? Sencillo. Como se ha venido avanzando las cortes europeas fueron durante la segunda mitad del siglo XVI auténticos epicentros de autoridad, desde donde las facciones pugnaron por ocupar las altas instancias del organigrama de autoridad. En este contexto cuando un nuevo embajador llegaba a la corte debía tener en sus manos un amplio y detallado informe sobre las facciones nobiliarias, los personajes más ilustres y los agentes sobre el terreno. Con ello el cumplimiento de la voluntad de su rey resultó más fácil de abordar.

Su campo de acción no se limitó al concurrido ambiente cortesano puesto que los embajadores solicitaban audiencias privadas con el soberano extranjero. De esta manera los designios de amplias entidades de poder quedaban en manos de una conversación entre dos personas en las que mucho tuvo que ver la seducción, al menos la política. El objetivo de cada una de las partes era obtener de su interlocutor el mayor número de concesiones o prebendas, ya que si el embajador había recibido información previa sobre el comportamiento, las preferencias y preocupaciones del príncipe su labor resultaba más eficiente. Al contar con este conocimiento hostigar al soberano era más sencillo, pues se le decía lo que quería oír y se le agasajaba con toda suerte de cumplidos.

Este forma de proceder constituyó, a mi modo de ver, un auténtico medio de seducción. Aunque con un matiz más político que sentimental, guiado este último por la espontaneidad y por la conquista de la persona en sí misma, sin llegar a percibir sus intereses igualmente. La situación hipotética sería la siguiente: imaginad una estancia empedrada y decorada con ricos tapices en la que dos personas, de gran autoridad, se desnudan dialécticamente para rebajarse o defender hasta el sinsentido argumentos inefables; o al contrario.

Llegados a este punto en mi pensamiento empezaron a aflorar ciertas conjeturas. Cuando trabajas dentro de unos márgenes analíticos a una alta intensidad y en un periodo de tiempo reducido resulta complicado atender todos aquellos detalles que no terminan de encajar. De este modo, después de finalizar la investigación, advertí como en este mundo de hombres existieron excepciones en las que las mujeres tomaron partido a la hora de decidir sobre los designios políticos de sus reinos.

Dado que nunca pudieron acceder a la condición de embajadoras, sí lo hicieron como reinas. Así ocurrió en la Francia de Catalina de Medicis o en la Inglaterra de Isabel I; en estos casos resulta interesante la correspondencia que mantuvieron los embajadores filipinos con su rey en referencia a las audiencias con las soberanas. La tensión, desesperación y agotamiento se repitieron en las misivas, puesto que las negociaciones con ellas resultaron siempre una pérdida de tiempo o una seducción imposible.

Este último año he intentado resolver este pequeño detalle y es posible que haya dado con la solución. Después de acudir a libros de psicología sobre lenguaje gestual y corporal, así como de mecanismos naturales de manipulación, parece más comprensible. Resulta que nuestro lenguaje se puede analizar siguiendo unas pautas matemáticas: cuando hablamos o escuchamos desplegamos inconscientemente toda una coreografía gestual que refuerza nuestras palabras o silencios, constituyendo estos gestos entre el 80 o 90% de nuestra comunicación. El resto queda a merced de las palabras, por lo que una descoordinación entre gestos y palabras puede proyectar en el otro interlocutor inseguridad, mentira o locura.

Pero aquí no termina la genialidad del asunto. Resulta que la mente femenina muestra una capacidad muy superior a la masculina en el análisis gestual por razones de instinto; esta ventaja es de diez sobre uno. Al ser consciente de que, por ejemplo, la posición de las extremidades, el tono de voz, la cadencia de parpadeo, la elevación de las cejas u otras tantas formas gestuales determinan más de lo que pensamos nuestras palabras, la desesperación protagonizada por los embajadores parece más comprensible; quedando completamente desarmados por la artificialidad y el intento de agrado de sus propios gestos.

Los resultados son realmente curiosos. He llegado a la conclusión de que la presión, que ya de por sí acompañó a los representantes reales en otros territorios -por la climatología, el idioma o la cultura- erosionó su comportamiento a la hora de dialogar con los diferentes príncipes extranjeros. Pero en el caso de Francia e Inglaterra las negociaciones siempre repiten un patrón de máxima tensión, tal y como atestiguan las constantes solicitudes de destitución por los propios embajadores, así como por el envío de misivas de las soberanas al rey recalcando ese cese; invitándole al relevo por otro representante más válido. Aunque hubo otras tantas misiones que atesoraron enconados enfrentamientos, como pudieron ser los de la Santa Sede con sus díscolos pontífices, ninguno de ellos posee la sutileza de los casos excepcionales referidos.

Para mí no es una novedad comprobar que, aunque nos vistamos, socialicemos y progresemos los seres humanos seguimos poseyendo una esencia instintiva o animal que no nos abandona y que, más allá de cualquier separación o desigualdad entre sexos, nos complementa. Creo que este es uno de estos casos. Y lo que me pregunto es: ¿Qué hubiera ocurrido si las mujeres hubieran tenido un mayor peso en la representación exterior? ¿El cariz de las negociaciones hubiera sido diferente? ¿Y el devenir de los acontecimientos? Nunca lo sabremos.

Imágenes:
Felipe II recibiendo embajadores en el Escorial
Los embajadores, pintura de Hans Holbein el Joven
Catalina de Medicis a las puertas del Louvre
Isabel I de Inglaterra en procesión

martes, 1 de octubre de 2013

Ínfulas de madurez

Con veinticinco años juegas en otro nivel. Tienes más de un traje en tu armario para las cenas que cada fin de año celebra la empresa en la que trabajas; le recuerdas a tu novia que cada día es más preciosa que el anterior y que con cada una de sus sonrisas podrías vivir una eternidad; te mueves en un coche que estás empezando a pagar a plazos desde hace nada; y, por supuesto, te juntas con los amigos, que trabajan desperdigados fuera de casa, para tomar unas copas y hablar de valores bursátiles, iniciativas legislativas o, simplemente, de los viejos tiempos.

De ser cierto todo rezumaría perfección y equidad pero ya no vives en los ochenta o los noventa. Llegar a los veinticinco en este momento en sinónimo de desolación y de dolorosas decepciones; o eso parece. La sociedad vigente todavía se alimenta de un arquetipo de veinteañero postuniversitario que accede con suma facilidad al mundo laboral y cuyas metas más o menos próximas se guían por saciar apetencias materiales que, ahora mismo, resultan inalcanzables y se han asociado erróneamente a la madurez.

Se respira una presión social que no resulta novedosa. Hubo otras épocas en que las metas establecidas por el propio devenir de la sociedad eran completamente diferentes y se llegaba a criticar o desconfiar del que no las conseguía. Este es sin duda uno de los grandes errores del ser humano que, como animal social, sigue repitiendo día tras día. Debemos desterrar la idea ampliamente extendida de que lo correcto o lo que procede es lo que más gente hace; siendo lo minoritario motivo de mofa, extrañeza o descrédito.

Va siendo hora de abrir los ojos y cambiar de perspectivas. Ni el materialismo ni el pensamiento general son el camino, ni siquiera la pretensión de caminar en busca del éxito. Disfrutar haciendo lo que nos gusta, aumentando nuestras posibilidades de cara a sentirnos en plenitud y equilibrio con nosotros mismos quizás sí lo sea. Cada persona es un mundo completamente diferente y siempre tendemos a agrupar y juzgar la realidad bajo conceptos y palabras estancas cuando lo bonito, lo que yo creo que enriquece, es aceptar, comprender y tolerar lo que percibimos como imperfecto.

Actualmente la sociedad se encuentra en un momento de cambio acelerado. La cuestión de progresar fue, ha sido y es inherente a la condición humana pero resulta completamente inútil prosperar destruyendo a la vez valores ya consolidados. Es inviable seguir avanzando sin haber asimilado previamente lo que la experiencia aporta. Nuestra economía, por ejemplo, ha llegado al absurdo de crear necesidades irrelevantes que hasta hace poco no existían (como estar comunicados a cualquier hora y prescindir de la intimidad como valor propio y de los demás), para acabar desatendiendo la supervivencia de ciertos derechos cuya conquista ha costado décadas (sanidad, educación o vivienda).

El consumismo desenfrenado no solo ha puesto en nuestras manos dispositivos de última generación, también ha hecho mella en nuestro pensamiento. La obsesión por conseguir cosas que no son tan imprescindibles como creemos se interpreta, en la mayoría de los casos, como la entrada en la edad adulta. Pero no nos equivoquemos, existe otro tipo de madurez que no se equipara a la posesión de cosas o a la autosuficiencia de la que pueda gozar un individuo por su trabajo. La madurez a la que yo me refiero parte de la observación del medio y de la reflexión pero, sobre todo, de la conversación con uno mismo. 

Debemos abandonar la idea de que nuestro objetivo es alcanzar el éxito porque de nada sirve sino estamos a gusto con nosotros mismos y de nada sirve si, como he dicho, sólo nos planteamos ese camino y dejamos de lado la posibilidad de crear tantos caminos como aptitudes poseemos o estemos dispuestos a adquirir.

Así las cosas la primera idea fundamental parte de la autocrítica. Desde el mismo momento en que seamos conscientes de que es preciso tomar las riendas de nuestra vida y asumamos las responsabilidades por nuestros actos tendremos mucho ganado. El problema viene cuando sólo nos centramos en percibir las circunstancias de dos formas: una buena y otra mala. La superación de esta percepción es el primer paso para dejar atrás la inmadurez y abrir la puerta a la tolerancia, es decir, flexibilizar nuestros criterios particulares a la hora de actuar e interactuar con los demás.

La segunda idea es la autodisciplina. Hasta ahora la disciplina ha sido esencial en nuestro crecimiento y formación pero debe ser abandonada cuanto antes. Mediante la disciplina se nos ha instruido durante largos años y nuestra mente ha estado expuesta a una constante calificación externa por parte de otros, hemos estado a la expectativa de que nuestros actos sean juzgados y corregidos por nuestros padres, profesores, etc. Sin embargo, como he dicho antes, es el momento de tomar la riendas y dejar atrás esa necesidad de calificación y agrado por/de los demás; será mejor que a partir de ahora esperemos lo justo de los demás, sin negarles nuestra ayuda cuando lo creamos conveniente, y pasemos a cimentar una conducta guiada por la aceptación y el crecimiento personal. Conducta ligada a la creación de estímulos particulares, pues ya no sólo somos alumnos, también somos nuestros propios maestros. Esto será posible si disfrutamos con lo que hacemos y consideramos que nuestro mayor premio y satisfacción supondrá convertir nuestras ilusiones en hechos. Pero para ello es requisito imprescindible comenzar por asumir responsabilidades.

La tercera idea es la templanza. Hoy en día cuando queremos algo lo queremos cuánto antes y de cualquier manera. Vivimos al límite y, habitualmente, por encima de nuestras posibilidades temporales. Es necesario alterar el planteamiento de que en la existencia todo viene seguido: nacimiento, educación, curro, jubilación y muerte. En la vida existen periodos de transición en los que reina la incertidumbre por el futuro y, desgraciadamente, nos refugiamos más de lo recomendable en ella. Uno de los momentos en los que esta incertidumbre aflora es al terminar la universidad y, particularmente, en la dificultad para encontrar trabajo tal y como lo ha planteado la coyuntura económica actual.

Ante esto podemos seguir lamentándonos por nuestra desgracia y esperar a que alguien llame a nuestra puerta para ofrecernos trabajo (jajaja); o podemos aprovechar los mejores años de nuestra vida para realizar una inversión a largo plazo y continuar preparándonos de cara a ese futuro que tanto tememos. En los tiempos de fuertes cambios que vivimos es muy recomendable estar atento a nuevas oportunidades o a la elaboración de fórmulas que pueden llegar a darnos de comer sin ni siquiera tirar de nuestro título universitario. La clave es reinventar y reinventarse. Lo que ya parece más complicado y atípico es invertir tiempo en pensar.

Si aunamos estas tres ideas podremos obtener ciertas ventajas y ampliar nuestro abanico de posibilidades. Como he dicho no creo que buscar el éxito, ni pensar que estamos abocados al fracaso sea la mejor opción: la clave es adaptarse y cuanto más hábilmente lo hagamos más aumentaran nuestras opciones. 

Huelga decir que no nos tenemos que dejar mediatizar por la opinión de medios de comunicación, políticos y demás parafernalia con la que nos acribillan diariamente, salvo en el caso en el que estemos dispuestos a discernir entre estar al día y dejarnos llevar por el pesimismo que parece acecharnos. Es lamentable que los sistemas educativos planteados por cada uno de los partidos que se alternan en el poder hayan provocado en el ciudadano la asociación de la cultura con los libros de autoayuda y no, por ejemplo, de literatura del Siglo de Oro o ensayos de diversa temática.

No es bueno que esperemos sentados a que sean ellos los que hagan su trabajo, seamos nosotros los que atendamos nuestras aspiraciones sin dependencias absurdas. Acabo de cumplir veinticinco años y aquí estoy más vivo que nunca, con planes para mi futuro en medio de esta tormenta de pesimismo. Y aunque mi camino no lo jalonan rosas os aseguro que mis pasos son firmes y la senda que dejo atrás el resultado de mis decisiones, para bien o para mal.